«Psicodelia, volcanes, desintegración»: La historia de una fiesta en medio del miedo
Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) vuelve como narradora tras haber deleitado y desestabilizado con Las voladoras (2020), Mandíbula (2018) y Nefando (2016), y en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol nos sitúa en el año 5540 del calendario andino, en un macrofestival de «experimental noise chamánico, de música under post-andina, de retrofuturismo thrash ancestral», un escenario onírico y alucinado al que van a parar sus protagonistas, huyendo de la violencia de su Guayaquil natal, durante 8 días y 7 noches. Nicole y Noa buscan en el Festival Ruido Solar una experiencia alternativa a su realidad diaria, a través de la fiesta, la música, las sensaciones del cuerpo excitado e intoxicado. En medio del volcán y la montaña, del paisaje inmenso, Noa confiesa a su amiga que va a reencontrarse con su padre, por quien fue abandonada 10 años atrás.
Así, Ojeda va dibujando en paralelo dos tramas: la de la hija y la del padre, dos formas de escapar, y dos formas de recuperar vínculos humanos perdidos o imposibles en un contexto marcado por la violencia y el miedo. El padre de Noa, Ernesto, vive solo en una antigua casa en la cordillera, con la única compañía de sus perros, cerca del lugar en el que su hija baila al sonido de la tecnocumbia espacial junto con otros jóvenes tan perdidos como ella, cada uno sumido en sus propios pensamientos, que intenta enterrar bajo el peso de la música. La búsqueda de sonidos nuevos a través de la creación musical y el disfrute que los une puede ser un grito esperanzado, un intento por mantener la fe en un futuro posible.
Ya ni el baile le daba satisfacción, nomás que uno no baila para satisfacerse, le dije: uno baila para hacer algo con su mal.
Dividida en 7 partes, la novela tiene como pilar a Noa, la única que no narra, a quien solamente conocemos como centro de las narraciones de todos los demás personajes, que orbitan a su alrededor. Nicole, sus nuevos amigos que del festival, las Cantoras y los diarios del solitario Ernesto son las distintas voces con las que nos encontramos, y que arman un entramado polifónico y psicodélico como un caleidoscopio, jugando con el contraste entre el grito frenético que parte del festival y el silencio perpetuo del bosque. Con el contraste entre el sentimiento de soledad y la posibilidad de un reencuentro. Entre la desesperanza y la búsqueda de experiencias y sensaciones nuevas. El baile, la música, el ruido y la inmensidad del volcán son el escenario donde los personajes se transforman.
Lo que quería era escapar, pero escapar no era un sitio donde poder quedarse. La huida va hacia lo incierto como la yeguada bajo la tormenta: si uno quiere sobrevivir debe encontrar un refugio, un punto en el que guarecerse.
La prosa de Mónica Ojeda es hermosa y sensorial, envolvente y sinestésica. El lector, guiado por sus palabras, siente retumbar el suelo al son de los tambores y escucha la voz del Poeta y la melodía de las Cantoras. Volcanes, terremotos, meteoritos y tormentas eléctricas amenazan la seguridad de las protagonistas, que sin embargo, los admiran por ser de una belleza superior a cualquier cosa conocida, porque, como afirma la autora, estar vivo es por definición no estar a salvo; pasamos mucho más tiempo muertos que vivos.
Con el diálogo interno de jóvenes amenazados por la muerte de sus seres queridos en la guerra diaria de la ciudad, de posibles madres futuras que no quieren traer hijos a su lado, de un padre abandonador, de una hija arrancada de su familia, Mónica Ojeda crea un catálogo de voces infrecuentes y peculiares, en un complejo viaje físico y mental. La fiesta y la experiencia límite del baile y la música experimental son el motor de unos cuerpos que ven a la muerte pasar por su lado cada día; en un futuro que no pueden imaginar, solo buscan exprimir al máximo el presente. El volcán y los rayos, los perros y los caballos, nos recuerdan lo diminuta y finita que es la vida humana. El reencuentro padre-hija, así como el proceso mental individual del resto de protagonistas (que no son capaces de transmitir a sus amigos, sino solamente pensamientos silenciados) solo podían darse junto al volcán, como recordatorio de los límites — o la ausencia de ellos — entre la vida y la muerte, lo real y lo imaginado.
Se debe llorar mucho para alcanzar el sol, cantaban las cantoras: los volcanes son los lagrimales de la tierra.
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‘Chamanes eléctricos en la fiesta del sol’, de Mónica Ojeda was originally published in Papel en Blanco on Medium, where people are continuing the conversation by highlighting and responding to this story.