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‘La balada de Tom el Negro’, de Victor LaValle

El autor neoyorkino, jugando en casa, le pasa la mano por la cara a Lovecraft aun siguiendo sus reglas, en una premiada novela corta que es, además, todo un alegato contra el racismo

‘La balada de Tom el Negro’, de Victor LaValle

Hace tiempo que renegué de H. P. Lovecraft. Concretamente de su estilo ampuloso y verborreico, que acabó por resultarme cansino. Sin embargo, el horror cósmico que acuñó, dando lugar a una nueva forma de hacer terror, es otro cantar. De hecho, todavía disfruto del consumo ocasional, en pequeñas dosis, de obras que tienen al escritor de Providence y su mundo como referentes. Alguna, como la última adaptación cinematográfica de El color que vino del espacio, el regreso al cine de terror del “enfant terrible” de Richard Stanley, ha sido una franca decepción, mientras que otras, como la novela La casa en el confín de la tierra, de W. H. Hodgson, o esta que nos ocupa, la reciente La balada de Tom el Negro, me han congraciado con una temática que me hizo disfrutar, y mucho, de adolescente.

Esta última obra (publicada por Alianza editorial dentro de su colección Runas en el 2018), la firma Victor LaValle, quien recibió por ella los premios Shirley Jackson a la mejor novela corta y el British Fantasy de 2017, y surge, curiosamente, de un relato corto del mismo Lovecraft, The Horror at Red Hook, con el que comparte localización, acción y personajes, si bien su enfoque es diametralmente opuesto, buscando subvertir la fuente original a la que, por cierto, supera sin duda alguna.

La deuda que Victor posee con Lovecraft es indiscutible, como él mismo se ha encargado de confirmar en alguna entrevista, y como se deduce de la dedicatoria del libro, “To H. P. Lovecraft, with all my conflicted feelings” (“para H. P. Lovecraft, con todos mis sentimientos encontrados”), toda una declaración marcada por dos contrarios, el del amor y el odio. El relato original del padre del horror cósmico causó una profunda impresión en el autor, cuando apenas era adolescente. Y es que, en aquel entonces, la descripción que hace Lovecraft de la población inmigrante del barrio de Red Hook, en términos claramente peyorativos, debió hacerle abrir los ojos, en más de un sentido, a aquel joven, de origen afroamericano y neoyorkino de adopción, que conocía aquel barrio de Brooklyn. La xenofobia presente en aquel retrato del de Providence, evidente en alguien que prefería bajarse de la acera si veía un grupo de inmigrantes afroamericanos o hispanos venir en su dirección (como él mismo expresó en su momento), es el germen del que nacería esta novela, La balada de Tom el Negro.

En el libro seguiremos los andares de Charles Thomas Tester, un joven negro procedente de Harlem que se gana la vida como puede haciendo de recadero en las calles de New York, en plena década de los años veinte del pasado siglo. De baja condición, Tom no quiere acabar como su padre, quien ha sido un currante toda su vida y que ahora, inválido y profundamente afectado por la muerte de su mujer, pasa las horas rasgueando las cuerdas de su guitarra en el cuartucho del piso que comparte con su hijo. Tom, quien ha lidiado con los prejuicios asociados al color de su piel desde que era un niño, ha aprendido a pasar desapercibido para los blancos, embutido en un traje raído y cargando con el estuche de una guitarra que, a diferencia de su padre, nunca ha sabido tocar, cada vez que sus trabajillos le llevan hasta las áreas residenciales que, como bien sabe cualquiera de tez oscura como él, son más peligrosas que las callejuelas de su barrio cuando cae la noche. Un día, la entrega de un libro polvoriento a una vieja que vive en una de esas casas de Queens, le brindará a Tom la oportunidad de hacer dinero rápido y, con ello, descubrir todo un mundo que sólo es visible para unos pocos elegidos.

La balada de Tom el Negro se desmarca claramente del relato original que la inspira al poner el acento en un personaje nuevo como es el propio Tom, cuya naturaleza nos remite al perfil del “trickster” o embaucador, una figura que, aunque de naturaleza universal, suele encontrarse en la tradición oral africana y que, trasplantada en el substrato norteamericano, adquirió unas características distintivas donde la cuestión racial ejerció un papel clave y cuyo ejemplo más paradigmático acaso sean las historias de Brer Rabbit, que serían recopiladas, por primera vez y en formato escrito, por el periodista Joel Chandler Harris a finales del siglo XIX, en su libro sobre el tío Remus. Otros embaucadores más conocidos serían el dios nórdico Loki o, más cercano al protagonista de este libro, John Constantine, ese mago canalla de clase obrera salido de la imaginación de Alan Moore y que sería desarrollado en las páginas de su serie de tebeos, Hellblazer.

Con independencia del hecho de que esta novela corta participe de los mitos de Cthulhu de forma brillante, regalándonos algunas escenas memorables destinadas a perdurar en la memoria del lector, y haciendo uso de un lenguaje y estilo actuales que dotan a la obra de una envidiable frescura, también me gustaría destacar el componente reivindicativo que encierran sus páginas, haciendo alusión a las difíciles condiciones de vida a las que se veían abocadas las masas de inmigrantes que poblaban la ciudad de New York entonces, y, concretamente, los afroamericanos, cuya lucha por alcanzar la igualdad de derechos civiles resuena todavía a día de hoy. Así, no es de extrañar que, sólo tres años después de la publicación de La balada de Tom el Negro y de lo que nos cuenta LaValle en él, acaeciera la muerte de George Floyd a manos de un oficial de policía de la ciudad de Minneapolis, que desencadenó una oleada de protestas que derivó en la creación del movimiento Black Lives Matter.

La balada de Tom el Negro, de Victor LaValle, es una estupenda novela que se lee en una exhalación y que, aunque parece destinada a todo fan lovecraftiano (quien además apreciará ciertos cameos), diría que su disfrute llegará a cualquiera que guste de una buena historia de terror con un poco de sustancia y abierta a segundas lecturas.

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